¿Para qué debatimos?
Por: Salvador Romero Espinosa (@chavaromero)
“Yo evito discusiones con mi pareja, porque
prefiero tener mi matrimonio que la razón.”
Anónimo
Una de las grandes responsabilidades de un juzgador es determinar quién
tiene el mejor derecho en un pleito legal, y no son pocos los casos que
enfrentan en los cuales ambas partes del juicio están convencidas de tener la
razón.
Por eso es que términos como “justicia” o “razón”, cuando son mal
conceptualizados o entendidos, pueden llegar a ser muy peligrosos, porque
suelen admitir una elevada carga de subjetividad, y precisamente para eso existen
la Ley, los principios y los criterios jurisdiccionales, para acotar al máximo la
discrecionalidad que permiten ese tipo de términos.
De ahí que sea un tema sumamente delicado preferir la justicia que la ley, porque
bajo esa premisa podríamos llegar a calificar cualquier postura o decisión que
tomemos como justa o racional a pesar de ser ilegal, pues nos sentiremos “moralmente
superiores” a cualquier persona, ley o institución.
Pensemos por ejemplo cuando nos “pasamos un semáforo”: ¿qué justificación
nos damos?, ¿creemos que es injusto que tengamos que estar parados detrás de
una luz roja?, ¿nos sentimos más listos o poderosos que los que pierden su
tiempo respetándolos?, ¿sentimos algún remordimiento?
Ahora traslademos estos problemas a nuestros “debates” más comunes con
otras personas, en donde ambas partes están convencidas de tener la razón y
descubriremos que la mayoría de dichos pleitos carecen de sentido por tres grandes
razones, a saber:
Primero, porque existe un sesgo cognitivo denominado “de confirmación”, que
consiste en nuestra tendencia innata y natural a tratar de buscar, identificar,
resaltar, creer más o darle más valor a toda aquella información que refuerce
lo que ya creemos previamente y que, lógicamente, trae como consecuencia que,
cada día que pasa, lo creamos todavía más.
Segundo, porque una vez adoptada una creencia o convicción (lo cual suele
suceder en muchos casos en etapas tempranas de nuestra vida), por regla general,
no tenemos ninguna intención de cambiarla (a nadie le gusta reconocer que está
equivocado y, mucho menos aún, que toda su vida lo pudo haber estado).
Tercero, porque precisamente para que cualquier tipo de debate, sea
considerado realmente un debate, ambas partes deben de tener la plena
convicción de que pudieran estar equivocadas y, por consecuencia, estar
abiertos a la posibilidad de cambiar de opinión o idea, ya que, de lo
contrario, no sería más que una simple y burda “discusión de cantina” con dos
personas espetándose “argumentos” mutua
y casi simultáneamente.
Es por eso que las y los científicos rara vez “discuten” (no me imagino a Galileo
en una taberna tratando de convencer a todos de que la Tierra gira alrededor
del Sol), sino que tratan de buscar la verdad a través de la comprobación de
una hipótesis y, si creen haberlo conseguido, publican todos sus hallazgos para
que cualquier otra u otro científico (o persona) los trate de refutar de manera
objetiva.
Este sistema de revisión entre pares (“peer-to-peer review”) funciona muy
bien gracias al esquema de incentivos que lleva implícito, ya que quien
encuentre elementos para señalar que alguna hipótesis está equivocada gana
relevancia profesional, pero, por otro lado, si nadie puede refutar la nueva
hipótesis, ésta y quien la propuso comienzan a gozar de amplio reconocimiento,
al estar “ganando el debate” por la verdad.
Sin embargo, en la gran mayoría de nuestras discusiones no buscamos “la
verdad” (sobre política, deportes, religión, etc), ni tampoco buscamos cambiar
nuestras convicciones preconcebidas; lo que buscamos es imponer nuestras
creencias al otro, sentirnos moralmente superiores y, en muchos casos, el
simple placer de gritar más o hacer enojar al prójimo haciendo afirmaciones con
las que sabemos no está de acuerdo (con el riesgo de un pleito mayor).
La mala noticia es que ello no sirve realmente de nada, porque al finalizar
el supuesto debate (que en realidad es una discusión), nadie quedará
satisfecho, nadie habrá cambiado de opinión, nadie ganará objetivamente algo y
sí, en cambio, se corren riesgos como el de atacar a la persona en lugar de sus
posturas (no es lo mismo decirle “estúpida” a la idea que a la persona), lo que
terminará polarizando aún más las posiciones e incluso llevando a la violencia.
En conclusión: si no crees que pudieras estar equivocado; si no estás
dispuesto a reconocer que lo estás; y, si no estás dispuesto a escuchar con
atención la postura de otra persona, o bien, si la otra parte tampoco lo está,
evita ese supuesto debate, porque será una simple discusión que difícilmente
generará algún beneficio para alguien, y mejor optemos por respetar la opinión del prójimo, sin intentar cambiarla, aunque no la compartamos.
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